Una cita con la posteridad
El lenguaje de la guerra y la confrontación es una narrativa interesante que, en tiempos de paz, se traslada a la forma como afrontamos el trabajo en equipo y las situaciones adversas.
En los ejércitos regulares el general solo visitaba el cuartel antes o después de las batallas, bajo la premisa de que se debía concentrar en la planificación y la estrategia: cantidad y orden de los hombres (caballería, arqueros, infantería, artilleros, exploradores), hora del ataque y el lugar más propicio para la confrontación. El general siempre era resguardado, dejado en la retaguardia en el peor de los casos, para que la próxima batalla contara con la planificación estratégica y la corrección de los errores que se cometieron en la anterior.
Una vez preparada la batalla y previstas las contingencias de la misma, se designa a un mariscal de campo, con valentía y arrojo sin par, para que ejecute el plan de batalla y conduzca las huestes a la victoria. Al general le esculpen estatuas y le escriben odas mientras le reciben en las calles atestadas de curiosos con laureles y vítores. Este mariscal de campo, con experiencia en el combate y las lides de la guerra, no se bañan en la gloria ni es laureado por la historia, y sus heridas y cicatrices solo le sirven de recuerdo y orgullo.
Con el paso del tiempo, y cuando las guerras fueron relegadas a lo más profundo del arcón del olvido, este metalenguaje pasó a toda organización humana que establezca roles y funciones. Y producto también de esta derivación histórica aparecen en el horizonte el liderazgo y la sinergia como indicadores del resultado esperado del trabajo en equipo.
Ante las particulares circunstancias que rodean el fenómeno de la pandemia que por estos días nos abstrae al punto de enajenarnos la noción del tiempo, el espacio y las distancias, vemos que los gobernantes se encuentran en la picota pública en una suerte de plebiscito permanente que hurga sus actuaciones y procedimientos. Y una vez expuestos a tan difícil prueba valdría la pena revisar la forma en que el alcalde y su gabinete asumen el rol de generales o de mariscales de campo.
Los frecuentes cambios en la administración pública moderna requieren una constante metamorfosis del perfil del gobernante, pasando de una figura ejecutiva o ejecutoria a una más planificadora, previsora y estratégica. Es decir, se necesitan más alcaldes y secretarios de despacho que piensen, planifiquen y organicen para que las políticas públicas excepcionales cobijen a la mayor cantidad posible de gente. Dentro de esas tareas a planificar, pensar y organizar se incluye buscar funcionarios ejecutores y proactivos que puedan llevar a cabo lo preparado.
Es comprensible que ciertos sectores de la población prefieran ver al alcalde y sus secretarios en la primera línea de acción afrontando las vicisitudes de una situación tan compleja como esta, pero también hay otros sectores que prefieren ver a estos mismos funcionarios en su papel de administradores modernos. Ante tan difícil disyuntiva los gobernantes se deben preguntar, en un acto de voluntaria y solitaria introspección, si prefieren ser recordados en la posteridad como un mariscal de campo con heridas y cicatrices que atestigüen su valentía y arrojo, o si quieren ser el general recordado en la historia entre odas, laureles y vítores.