Un SOS por los Derechos Humanos Convencionales
Sorprende de veras, frente al compromiso adquirido por el Estado colombiano de cumplir de “buena fe” los tratados internacionales sobre Derechos Humanos la sistemática, persistente y pertinaz estrategia de malabarismos jurídicos, subterfugios conceptuales y falacias argumentativas que los áulicos del nacionalismo decimonónico se inventan para desconocer los fallos de los tribunales internacionales de justicia, cuando hemos tenido la oportunidad por más de setenta años para adecuar nuestro ordenamiento jurídico a los compromisos internacionales sin que ello nos haya preocupado demasiado.
Vemos como en otros fallos, proferidos en contra de Estados con compromisos en los sistemas de justicia internacional, tocan situaciones muy cercanas a las propias, sin embargo no nos damos por enterados y nos hacemos los de los oídos sordos, sin que sobrevenga ninguna advertencia que prevenga que en cualquier momento nos tocará a nosotros afrontar nuestra desidia y displicencia hacia el Orden Público Internacional de los Derechos Humanos, tónica en la cual continuamos aún, cuando en carne propia nos han enrostrado nuestra propias violaciones, tratando de justificarlas y dejarlas indemnes como si nada hubiese sucedido, tratando de tapar la luz del sol con las manos como si los demás fueran tontos, ofendiendo masivamente la inteligencia ajena.
Tal muestra paradigmática la suministra, entre otros esperpentos jurídicos, la Circular No 005 de septiembre 1 de 2020, expedida exactamente nueve (9) años después de pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos la sentencia López Mendoza Vs Venezuela, cuyas conclusiones parecen increíblemente que hubiese cogido de sorpresa al Estado colombiano, después de criticar por años y años la aptitud y actitud del gobierno del hermano país por desconocer las órdenes de los tribunales internacionales, al parecer sin darse cuenta que en los mismos errores “intencionales” venimos incurriendo “sin querer queriendo”, a la manera de consabida expresión del cómico mexicano.
La Procuraduría General de la Nación de lleno y el pleno de sus delegados, lo que demuestra precisamente la dependencia vertical de su Jefe Supremo en los términos del artículo 275 de la Carta Política, alter egos que muestran un especie de vasallaje moderno, recitan al unísono que no cumplen con la jurisprudencia vertida en la sentencia de julio 8 de 2020 por cuanto la Corte le otorgó un plazo razonable al Estado colombiano para ajustar el orden jurídico interno a lo allí decidido, olvidando olímpicamente que la Convención Americana de Derechos Humanos la firmamos el 22 de noviembre de 1969, la incorporamos a la legislación interna por medio de la Ley 16 de 1972, la ratificamos el 28 de mayo de 1973 y entro en vigor en Colombia el 18 de julio de 1978. Pero además olvidan al unísono que la Corte Constitucional ha reconocido que el órgano encargado de la interpretación de la Convención Americana es la Corte y su jurisprudencia resulta relevante para el entendimiento de sus instituciones a nivel interno, así como la obligatoriedad que tienen todos los funcionarios públicos, especialmente los pertenecientes al sistema de justicia en términos formales y materiales, de aplicar el Control de Convencionalidad de oficio o a petición de parte cuando exista una confrontación entre los niveles de garantía internacionales y nacionales en materia de Derechos Humanos, configurándose una auténtica denegación de justicia ya advertida desde la vigencia del artículo 8 de la Ley 153 de 1887, pero especialmente de lo dispuesto en los artículos 21 de la Ley 734 de 2002, 4, 9, 85, 86, 93 y 228 de la Carta Política.
He leído y releído el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) y no he encontrado un solo artículo o frase que siquiera, tangencialmente, autorice a la afirmación cerca de que por virtud del plazo razonable se encuentre “suspendida temporalmente” en Colombia las exigencias de la garantía reforzada del debido proceso, a que se refiere el artículo 23 numeral 2º de la CADH.
El Preámbulo del PIDCP es claro en afirmar que todas las personas gozan de dignidad y la misma resulta inherente al ser humano, fundamento de todos sus derechos en igualdad e inalienables, derivados por inherentes de su sola condición de persona, lo que refleja muy claramente y sin hesitación alguna que existen antes, por encima y después de su positivización en tanto son universales, intemporales e inespaciales y reconocidos sin condicionamiento alguno de cualquier índole, tanto en cuanto libertades civiles como políticas.
Y muy especialmente señala el mismo Preámbulo, en su parte final, que todo individuo “por tener deberes respecto de otros individuos y de la comunidad a que pertenece, tiene la obligación de esforzarse por la consecución y la observancia de los derechos reconocidos en este Pacto”, lo que compagina perfectamente con la obligación que como plus tenemos los abogados en Colombia derivada de la función social de nuestra profesión, según la cual “la abogacía tiene como función social la de colaborar con las autoridades en la conservación y perfeccionamiento del orden jurídico del país, y en la realización de una recta y cumplida administración de justicia” y “la principal misión del abogado es defender en justicia los derechos de la sociedad y de los particulares. También es misión suya asesorar, patrocinar y asistir a las personas en la ordenación y desenvolvimiento de sus relaciones jurídicas” (artículos 1 y 2 del Decreto 196 de 1971).
Es un llamado a que con todo vigor, sin miedo alguno, todos ejerzamos la profesión oponiéndonos con todos y absolutamente todos los instrumentos jurídicos a la “chambonería criolla” creadas para omitir el cumplimiento de lo ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mismas carentes en absoluto de cualquier respaldo y o legitimidad jurídica, por el contrario, prima facie opuestas a la normatividad nacional e internacional.
Arendt, la gran filósofa judía, se asombraba de la forma en que el criminal de guerra Eichman enfrentaba las acusaciones en Jerusalén por sus delitos contra la humanidad con una frialdad y naturalidad pasmosa, producto de la rutina en que se convirtió su perversidad práctica, lo que llamó la “Banalidad del mal”.
Parece que de este virus también padecen muchos administradores de justicia, que ven en las persistentes y sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos civiles y políticos algo sin mayor trascendencia, vacunándose previamente para una tolerancia futura hacia violaciones más relevantes que ya la historia conoce como comienzan pero desconoce cómo terminan.
La perentoriedad del artículo 2 del PIDCP, en su numeral 1º, no admite duda alguna que no existe una tal vacancia de vigencia de los Derechos Humanos reconocidos en el Pacto que se pueda derivar de alegado “plazo razonable”, toda vez que “cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción los derechos reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social”. A su vez, el numeral 2º del mismo artículo estipula que “cada Estado Parte se compromete a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones del presente Pacto, las medidas oportunas para dictar las disposiciones legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos los derechos reconocidos en el presente Pacto y que no estuviesen ya garantizados por disposiciones legislativas o de otro carácter”.
De dónde surge la idea maquiavélica y perversa, de que el plazo razonable de que se habla en la sentencia de julio 8 de 2020 enerva el cumplimiento de las obligaciones del Pacto por parte de los Estados o, lo que es lo mismo, mete al congelador los Derechos Humanos mientras se tramita una reforma que ya debería estar en trámite pero que no se avizora, muy a pesar de tener el Procurador General de la Nación facultades de iniciativa legislativa (artículo 156 de la Carta Política), ante tan contundentes y perentorias exigencias, sin límite alguno de tiempo o condiciones de espacio o modo para su vigencia, según lo dispuesto en el artículo 2 del PIDCP.
Y de manera contundente, con vigencia intemporal, inespacial y amodal el artículo 5 del PIDCP reclama de manera perentoria:
- Ninguna disposición del presente Pacto podrá ser interpretada en el sentido de conceder derecho alguno a un Estado, grupo o individuo para emprender actividades o realizar actos encaminados a la destrucción de cualquiera de los derechos y libertades reconocidos en el Pacto o a su limitación en mayor medida que la prevista en él.
- No podrá admitirse restricción o menoscabo de ninguno de los derechos humanos fundamentales reconocidos o vigentes en un Estado Parte en virtud de leyes, convenciones, reglamentos o costumbres, so pretexto de que el presente Pacto no los reconoce o los reconoce en menor grado.
No puede menos que ofenderse la inteligencia cuando se saca de la manga de la camisa una tal carta marcada, para alegar la violación a los Derechos Humanos, no constatada en abstracto sino en concreto, pues cómo explicar que así se determinó en el caso Petro Vs Colombia pero no se aplique a otras violaciones anteriores a dichos hechos o concomitantes a ellas o posteriores a ellas, ante tan contundente y preclaras normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, máxime cuando desde septiembre 1 de 2011, fecha del pronunciamiento del Caso López Mendoza Vs Venezuela éramos conscientes de que nuestro Derecho Disciplinario gozaba de inconvencionalidades intolerables.
Si fuere cierto lo anterior tampoco la sentencia de julio 8 de 2020 tendría fuerza coercitiva, pues quedaría cobijada por el plazo de gracia para seguir violando los Derechos Humanos, como también sucedería por la paralización del Control de Convencionalidad que ello implicaría, lo cual resulta a todas luces absolutamente ilógico e irrazonable.
La obligatoriedad del cumplimiento de lo pactado no depende de una sentencia, sino de los compromisos internacionales adoptados, como se desprende del numeral 1º del artículo 40 del PIDCP, que obligaba desde el año siguiente a la entrada en vigor del pacto a “presentar informes sobre las disposiciones que hayan adoptado y que den efecto a los derechos reconocidos en el Pacto y sobre el progreso que hayan realizado en cuanto al goce de esos derechos”, lo que se ratifica en los ordinal c) y e) del numeral 1º del artículo 41 del mismo, cuando se haya dispuesto el conocimiento de un asunto sobre violaciones al Pacto por parte del Comité de Derechos Humanos de la ONU. También así cuando implementado un procedimiento, nos encontremos frente al evento de que da cuenta el ordinal b) del numeral 7º de su artículo 42.
No en vano pues, el artículo 46 del PIDCP reza, de manera perentoria y clara, que “ninguna disposición del presente Pacto deberá interpretarse en menoscabo de las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas o de las constituciones de los organismos especializados que definen las atribuciones de los diversos órganos de las Naciones Unidas y de los organismos especializados en cuanto a las materias a que se refiere el presente Pacto”.
Los derechos esenciales del hombre no dependen de su nacionalidad y “tienen como fundamento los atributos de la naturaleza humana” dice el Preámbulo de La Convención Americana de Derechos Humanos, reafirmados como están en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, como en el PIDCP.
Universalidad, inespacialidad, intemporalidad y amodalidad son sus características, mismas que repugnan a la idea de que, por virtud de un plazo razonable, la aplicación de los Derechos Humanos reconocidos en las convenciones sobre Derechos Humanos, se encuentren en vacancia como lo pretende la Procuraduría General de la Nación.
Ello resulta impensable e inadmisible, sólo es posible entenderlo en un marco de malabarismo jurídico, subterfugio conceptual o falacia argumental, pues la “Convención de Viena sobre el derecho de los tratados” señala reglas de imperativo cumplimiento a la cual los contrayente de un tratado no se pueden oponer a su contenido, puesto que:
Considerando la función fundamental de los tratados en la historia de las relaciones internacionales; Reconociendo la importancia cada vez mayor de los tratados como fuente del derecho internacional y como medio de desarrollar la cooperación pacífica entre las naciones, sean cuales fueren sus regímenes constitucionales y sociales: Advirtiendo que los principios del libre consentimiento y de la buena fe y la norma “pacta sunt servanda” están universalmente reconocidos
Ninguna de dichas normas autoriza, pero ni siquiera insinúa, una interpretación tal salida de tono jurídico como la que propone la Procuraduría, Circular que va en contra de la Carta Política y del Bloque de Constitucionalidad, por lo cual debe ser exceptuada su aplicación por inconstitucional e ilegal al tenor del inciso 2º del artículo 4, so pena de incurrir el administrador de justicia en sentido material como lo es el juez disciplinario en una vía de hecho o causal de procedibilidad de la acción de tutela, a menos que estemos convencidos que han revividos deberes jurídicos vinculantes como los que en su oportunidad informaron los deberes de obedecimiento ciego a las órdenes del superior militar, en épocas aciagas de oscurantismo jurídico frente a la prevalencia de los derechos fundamentales de que dan cuenta los artículos 1, 2, 4, 85, 86, 93 y 228 de la Carta Política.