21 noviembre, 2024

Los recuerdos de una tarde de terror que vivió una familia tomasina hace 20 años 

Ese día fue asesinado el entonces alcalde Nelson Mejía.

Por Julio Mario Pérez

Nunca pensé que la muerte de una persona desconocida o que me era indiferente en ese momento, cambiaría el curso de aquel jueves 29 de abril de 2004 y de muchos días a partir de ahí.

Ese 29 de abril, al mediodía, fue asesinado el entonces alcalde Nelson Mejía en la ciudad de Barranquilla, en inmediaciones del extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS).

Yo, un niño de 13 años y que cursaba 7 grado en la institución Educativa Técnica Comercial de Santo Tomás, me encontraba en la primera clases de la jornada, ya que en ese momento la jornada iniciaba a las 12.

No recuerdo la clase que impartían, pero sí el momento cuando entró la directora del colegio y nos comunicó que se suspendían las clases, debido al asesinato del alcalde. Nunca se me pasó por la cabeza que la alegría que me dio por salir temprano de clases, más adelante se transformaría en lágrimas, tristeza y agonía.

Posterior a eso, todos los estudiantes y compañeros de clases estábamos en la puerta del colegio, quienes gritaban y mostraban su tristeza por la muerte.

De ahí, una gran mayoría decidió ir a la casa del fallecido, ya que la vivienda quedaba a escasas tres calles de la institución.

Aún me pregunto porque decidí ir allá, sino tenía ninguna afinidad con la persona; pero creo que fue más porque quise seguir a mis compañeros de clases.

En el lugar me acuerdo escuchar muchas frases de rabia y odio contra muchas personas. Todos señalaban y buscaban culpables, pero sin tener la verdad.

Todos esos sentimientos llevó a la gente a querer ir hasta la sede de la Alcaldía del municipio, ubicada en la plaza principal. Sin embargo, aún inocente, no sabía lo que iba a pasar.

Sospeché todo cuando en su camino destrozaron todos los vidrios del ya extinto colegio Puskin.

Ya en la plaza principal. Empezaron a salir llantas viejas, gasolina en tanques que sacaban de las motos y piedras que se multiplicaban increíblemente. Todo eso lo lanzaron contra la alcaldía, lo cual quedó totalmente en llamas, sin cobras vidas humanas, gracias a Dios.

Al ver la escena decidí irme para mi casa. Ya mis compañeros de clases se habían perdido entre todos los vándalos que destrozaron el palacio municipal.

Ya en mi morada, mi madre me estaba esperando preocupada en la puerta. Me acuerdo que me preguntaba dónde estaba y le relaté la historia, lo cual no le gustó.

Posteriormente, sentados afuera, nos enteramos que habían quemado la casa de Luis Escorcia, quien en ese momento era dirigente político, pero que años más tarde resultó siendo alcalde.

“Aquí me queman con mi casa e hijo”

El municipio parecía un pueblo fantasma o campo de batalla. Se notaba hostil. Lo único que escuchábamos eran gritos en la lejanía -los mismos que sentí en la casa del fallecido y en la plaza principal- pero que cada vez estaban más cerca de nosotros.

Al cabo de unos minutos esa multitud de gente se asoma a la esquina. Inmediatamente corrimos a nuestra casa y mi mamá me abrazó. 

Al escuchar la primera piedra caer en el techo, me asusté. Temblaba. Gritábamos. Éramos solo los dos “contra” cientos o miles de personas tirando piedras y que empezaron a entrar a nuestra casa tumbando la puerta y el portón.

Luego destrozaron nuestras cosas que con mucho esfuerzo había conseguido mi familia: un televisor nuevo, que no se me olvida, el cual partieron en la puerta de la casa. Un decodificador y muchos otros aparatos.

No contentos con eso, se robaron mi bicicleta verde de la infancia, un equipo de sonido y otras cosas de valor.

Mientras sucedían todas esas cosas, mi mamá me mandó a que me fuera por el patio, lo cual no quería, pero me tocó. Me volé una pared de casi dos metros, con el fin de buscar un teléfono fijo para llamar a mi papá e informarle lo sucedido, aunque antes de hacerlo, uno de los atacantes, muy conocido en el municipio, me preguntó que si sabía dónde estaba la turbina para llevársela, lo cual asustado le dije que no sabía.

Paralelamente, mi madre enfrentaba a los vándalos. Ellos le pedían que saliera de la casa, porque la iban a quemar, como si fuera un simple papel. 

A su petición ella respondió: “aquí me queman con mi casa e hijo”. 

Se les veía decididos a hacerlos, pero unas sirenas en la lejanía los ahuyentó. 

Todo eso pasó en menos de media hora, pero se sintieron como horas. 

Pasado el acontecimiento. Surgían las preguntas en mi. ¿Por qué nos hicieron esto? ¿Qué mal hicimos?

Las supuestas respuestas eran porque mi padre era periodista y sacaba noticias del fallecido. Algunos las calificaban como negativas, pero al final eran simples noticias.

Muchas de las cosas las recuperamos porque nos dijeron quienes se las robaron, otras nos quitaron dinero para devolvernos algo que nos pertenecía y otras nunca se recuperaron porque quedaron hechas trizas en la puerta de nuestra casa, que hoy aún tiene en sus ventanas los golpes de las piedras y en el garaje unos huecos en el cielo raso.

Al final esto nos hizo más fuertes, resilientes y con más ganas de salir adelante.

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