La pérdida del decoro
Los que crecimos en la década de los setenta, sabemos bastante de polarizaciones políticas, de desmanes y de estrategias propagandísticas para hacer pasar por incuestionables verdades que no lo eran. Corrían los años de la guerra fría y todos teníamos la convicción de que los poderosos —países, lobbys, magnates, políticos— eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de obtener sus objetivos. Y así era. Desde los bandos dominantes se marcaban las directrices del comportamiento humano y éstas afectaban al resto del mundo, tal y como ocurre ahora: tal y como ha ocurrido siempre. Pero existía entonces algo que nos salvaba del espanto: el decoro. Y no me refiero a un decoro propiciado por los de arriba, por esa clase dominante que era capaz de envenenar el planeta con desechos químicos o de amenazar con hundir el botón rojo que haría dispersar por toda la atmósfera esa lluvia anaranjada capaz de borrar todo rastro de vida de la faz de la tierra. Me refiero al decoro que ostentábamos los de abajo, los que a pesar de los abusos y de las trampas financieras nos manteníamos vigilantes, aferrados a unas mínimas normas de dignidad y de sentido común que nos hacían parecer perspicaces, capaces de discernir y de plantarle cara a las injusticias. Eso, al menos, obligaba a todo aquel que quisiera enriquecerse a costa del erario público o a erigirse como líder espiritual o ideológico —por qué no decirlo también: intelectual, deportivo, artístico…— del mundo, a simular un trasfondo de honradez tanto en la esencia como en los modos de conseguir su estatus de elegido. Es así que para ser cantante había que saber cantar y para ser gobernante había que tener una mínima idea de administración pública.
Hoy, sin embargo, con la globalización y la puesta en marcha de las nuevas tecnologías, ese límite último del decoro ha desaparecido. Se desdibujaron esos códigos mínimos que nos preservaban de nuestros propios instintos y los dientes de la bestia humana afloraron en todo su esplendor. A los neoliberales les llegó, como regalo del cielo, la realidad virtual en forma de redes sociales y de manejos mediáticos y ellos no han tardado en hacernos creer que todo se vale, siempre y cuando se haga pasar como verdadero en el ámbito de esa realidad inventada. Es gracias a esto, que vemos a diario el surgimiento de artistas que casi sin saber cantar tienen sus singles en los número uno de Spotify o de You Tube, a influencers que dictan tan campantes los parámetros de conducta que deben seguir nuestros jóvenes o a Andrea Valdiri —este caso es más perdonable— haciéndose escandalosamente millonaria con sus performances y con su estrambótica manera de mover el culo.
Pero eso no es tan grave porque al fin y al cabo no pone en riesgo —que se sepa— la vida de nadie. Lo grave es cuando damos por ciertas la explicaciones que dan a diario los administradores públicos colombianos pillados poniendo sobrecostos a los mercaditos de la pandemia o cuando nadie hace nada ante los exabruptos de Trump o de Bolsonaro en el manejo de la crisis sanitaria. Eso sí que trae consecuencias letales, eso sí que tira por los suelos ese mínimo rezago de dignidad que nos quedaba como seres humanos. No hablemos ya del número de altos mandos militares investigados en Colombia por chuzadas o por corrupción, la incapacidad de todo el país para atreverse a decir las verdades de uno de sus expresidentes, el nombramiento del hijo de alias Jorge 40 como coordinador de víctimas del Ministerio del Interior o el arrodillamiento en pleno de la Corte Constitucional para despejarle el camino de la libertad a ese niño mimado que es Uribito.
Todavía somos muchos los que guardamos memoria de aquellos tiempos en los que era posible soñar con un mundo mejor, pero poco a poco el olvido y la desidia han empezado a cernirse sobre las nuevas generaciones y dejará —si no hacemos algo pronto— el camino expedito para que empecemos a devorarnos los unos a los otros. De ser así, que Dios no coja confesados.
Aure jalao el articulo,escarba en el barro del asco la esperanza.