La pandemia y las hormigas
Desde el principio de los tiempos parece que le hubiera sido inoculado al hombre el gen de la individualidad, el del egoísmo, el de la autodestrucción. Ninguna otra especie afronta la existencia en un estado tan grande de desconexión con sus semejantes, casi que en guerra consigo mismo. Parece que palpitara en todos nosotros un incomprensible impulso de actuar como seres aislados, como simples individuos. Lo máximo que llegamos a admitir es el agrupamiento en clases, en lobbys, en pandillas. Todo esto, por supuesto, con la intención de engatusar y de someter a todo aquel que se nos ponga a tiro. No se imagina uno a una abeja subvirtiendo el ciclo de polinización o poniendo zancadillas a la reina para hacerse con el poder y poner de paso en riesgo a su colmena. Tampoco a una manada de delfines que no ataque en bloque a un tiburón blanco que pretenda almorzarse a uno de los suyos. Ni a un grupo de elefantes dejando rezagado al más débil por considerarlo inútil o una expedición de lobos en la que los miembros más fuertes no caminen en los extremos protegiendo al resto del grupo. Los leones, por ejemplo, matan a los cachorros de hiena —y estas a su vez a los cachorros de león— solo porque saben que cuando crezcan tendrán en ellos a su peor enemigo: todo por protegerse a sí mismos.
Pero lo más curioso de todo, es que esta defensa de la especie no se da únicamente en los seres vivos más evolucionados. Hace poco leí un artículo de la biotecnóloga española Azucena Martín y me quedé perplejo ante las apreciaciones que hacía respecto del comportamiento de las hormigas. En el artículo en mención la científica señala no solo la capacidad de organización de dichos insectos —cómo se especializan en diferentes tareas para llevar el alimento hasta el hormiguero y para formar ejércitos con los que proteger a los más débiles—, sino que trae a colación un estudio publicado en la revista Science en el año 2018 y en el que se analiza cómo se comporta una colonia de hormigas de la especie Lasius niger a medida que el hongo Metarhizium brunneum comienza a transmitirse entre ellas. Resulta que las hormigas enfermas se autoaíslan y las sanas evitan el contacto entre ellas, a la vez que protegen a las más débiles. Por prevención, se tratan como si todas estuviesen enfermas y algunas hormigas asumen el papel de cuidadoras, no solo para la protección de la reina sino para coadyuvar la recuperación de las hormigas enfermas. Según un anexo de ese mismo estudio publicado en Proceedings of the Royal Society en ese mismo año, estas hormigas cuidadoras disminuyen la mortalidad de los insectos heridos de un ochenta a un diez por ciento, por lo que desempeñan un papel esencial en el bienestar de la colonia y convierten en primordial la tarea de evitar que se contagien. Cuidar a los que nos cuidan es una actividad capital en la contención de una pandemia y ellas lo saben. El propio SARS-CoV-2 —a pesar de que no sea un ser vivo, sino una molécula— actúa de esa misma forma. Se propaga no para hacer daño a nadie, sino para existir, para sobrevivir como especie. Esto nos demuestra que la única forma de salir airosos de las embestidas de la vida es funcionando como un solo ente, erradicando de raíz ese egoísmo salvaje que nos hace sentir, de manera ilusoria, superiores al resto de los mortales.
Sin embargo, el ser humano no se acoge a este principio, lo evade, lo menosprecia, se burla de él aun a costa de su propia vida. Bastó con que fuera declarada la pandemia para que todos nos lanzáramos a vivir en sentido contrario de lo que indica la inteligencia. Primero fueron los negacionistas, los que sin ningún conocimiento de causa se aprestaron a decir que el virus no existía y que todo obedecía a una maligna teoría de la conspiración. Después atacó el sector financiero, se alió —o sometió— a las altas esferas de los gobiernos y se dedicó a promover, en favor de los pequeños empresarios, ayudas financieras que nunca se materializaron y que, no obstante, sí fueron descontadas de las arcas de muchos países. A continuación siguieron los gobernantes corruptos, esa recua de hampones que empezó a meter mano a las ayudas que los Estados crearon para los más desfavorecidos y a inflar los costos de los mercados que debían ser repartidos entre las familias vulnerables. Y ya por último se desató el desorden de a pie, el fomentado por ese avivato que todos llevamos dentro y que nos hace sentir como si estuviéramos dando el golpe de nuestras vidas. En esta categoría entran todos esos insensatos que se han dedicado a agredir al personal de la salud, los jovenzuelos asintomáticos que, ávidos del subidón de adrenalina que les produce burlar a las autoridades, se han dedicado a organizar fiestas clandestinas de las que salen corriendo a contagiar a sus padres y los cincuentones temerarios que retan a cada instante a la enfermedad y que además tildan de cobarde a todo aquel que esté siguiendo las pautas para cuidarse.
Todavía hoy —o quizás más aún ahora—, cuando han empezado a llegarnos las vacunas, siguen saliendo a flote comportamientos propios de un anticristo o como de esos demonios interiores que se alimentan de nosotros mismos. No hay más que recordar la rebatiña grotesca que iniciaron los países ricos para acaparar el mayor número de vacunas posibles, la cauda de oligarcas en decadencia que ha hecho uso de sus amistades para colarse en las listas de priorizados, el sospechoso fenómeno de pinchar con jeringas vacías que tan rápidamente ha calado entre los vacunadores colombianos y el aletargado ritmo de vacunación que amenaza con alargar la pandemia hasta el 2025.
Todos estos comportamientos —y algunos otros, más viles todavía— son lo que atesoramos como especie los seres humanos. Esa es nuestra esencia y vivimos cazando la más mínima oportunidad para desplegarla a todo lo ancho. Ahora, por ejemplo, que nos hallamos próximos a iniciar las vacaciones de Semana Santa, bien podríamos optar por ser sensatos y seguir las recomendaciones para ponerle coto a este inminente tercer pico. Pero no lo vamos a hacer, no hace parte de nuestros instintos, de nuestra índole, de nuestra condición. Antes por el contrario, ya nos mostramos ansiosos por hacer nuestras maletas y salir a recorrer mundo, por hacer caso de ese gen primigenio que nos fuera inoculado al principio de los tiempos y que incansablemente nos empuja a seguir el camino contrario al de las hormigas, a cumplir con esa cita macabra que marca el instante ineludible de nuestra propia destrucción.