21 diciembre, 2024

Por Giancarlo Silva Gómez

Guillermo Tell no comprendió a su hijo, que un día se aburrió de la manzana en la cabeza; echó a correr, y el padre lo maldijo, pues cómo iba entonces a probar su destreza. No se dio cuenta que su hijo creció y quiere tirar la flecha, le toca ahora a él, probar su valor usando su ballesta. A Guillermo Tell no le gustó la idea y se negó a ponerse la manzana en la cabeza, diciendo que, no era que él no creyera, pero qué iba a pasar si sale mal la flecha.

Alí Babá tuvo inconvenientes por la brillante idea de delatar ante la oficina de impuestos a la cooperativa de cleptómanos; los obligó a apelar a las caletas, a la usanza de los narcos de nuestros tiempos, para esconder del radar de las autoridades las utilidades de ese emprendimiento en cuevas que se abrían con frases mágicas. Ante su estupor, y a fuerza su impotencia, vio como los 40 ladrones se sometieron a una ley de perdón y fin, declararon unos cuantos maravedíes y se dedicaron a dar conferencias sobre la asociatividad criminal. Terminó el pobre Alí Babá defenestrado por sapo y aventajado.

Al famoso flautista no le gusta la idea de ser asociado con Hamelin, pueblo desagradecido que no aprovechó su talento; no solo le usó para librarse de una plaga de roedores, gracias a una pieza lúgubre de Wagner que brotaba de su flauta misericorde, sino que lo obligó a fundar un conservatorio para poder inducir en las lides de la música a los niños de Hamelin, a quienes nunca se robó o sedujo con engaños, sino a quienes libró de una sociedad mitómana que no paga sus deudas y abusa de quienes le ayudan. Una promesa de mejor futuro al compás de una flauta incomprendida.

Después de ser visitado por los tres fantasmas en la pasada noche buena, Ebenezer Scrooge decidió volver a su ostracismo; los recuerdos de las navidades pasadas, la oportunidad de la navidad presente y lo aciago de las navidades futuras no se compadecen con el temple y dureza que requiere su vida de agiotista. La caridad y la nobleza no tiene lugar en su corazón frío e insensible porque simplemente los buenos sentimientos no producen dinero. Decidió entonces culpar a algún malintencionado de poner barbitúricos o escopolamina en su comida para robarle, y provocar así esas alucinaciones innecesarias. Al fin de cuentas, la noche buena es solo una.

Aladino terminó en los juzgados defendiéndose de las acusaciones por explotación laboral por parte del genio; el artilugio de los tres deseos que por siglos había atesorado el genio para un alma que anhelara la paz mundial, la supresión de la pobreza o un mundo sin delitos, no se compadecía con los caprichos banales de un ladrón de poca monta quien prefirió dátiles y el amor de una princesa mora para poder llegar, cual advenedizo, a ocupar un puesto en la corte del sultán. Aladino terminó mostrando que quería subir de estrato a fuerza a someter al genio al cumplimiento de deseos baladíes que le ocupaban y demandaban demasiado esfuerzo, máxime si tenemos en cuenta que eran gratis.

Gulliver sigue bajo el ojo del huracán por las manifestaciones de las organizaciones científicas y de derechos humanos en su contra; es acusado de no contribuir en ninguna medida a los liliputienses con la cura de alguna enfermedad pese a ser un prominente médico y de limitarse a ser usado como máquina de guerra contra los reinos vecinos. Pero superado este capítulo es acusado de no ayudar al reino de Brobdingnag en el tratamiento de su gigantismo y de dedicarse a la vida de bufón cortesano. El relativismo de su estatura le terminó jugando una mala pasada.

Robinson Crusoe aprendió, a medida que fue creciendo su fama, que entre el cielo y la tierra no hay nada oculto y dejó de ser un prófugo ignoto para convertirse en una celebridad del escapismo; una vez su hazaña se hizo de dominio público se supo de su extenso dossier criminal como ocupador de tierras y terminó en la horca sin poder vanagloriarse lo suficiente de sus años en la isla.

Auguste Dupin está seguro que la agudeza de sus observaciones no solo serían de utilidad para resolver los crímenes de la Rue Morgue; pero también entiende que es demasiada carga para un detective venido a menos por su adicción a los opioides, pues quedan por resolver el caso del señor Valdemar, la estrepitosa caída de la casa Usher, el cadáver empalado en las cavas de Fortunato, los entresijos de un corazón delator, las postrimerías de Berenice y Ligeia, que a todas luces son producto de una mente misantrópica y lúgubre capaz de vislumbrar muertes tan atroces.

De cada historia se desprende una secuela, tal como ocurre en la vida y en la muerte. De todo lector hay un escritor en potencia, pero no es menos cierto que de cada lector hay una interpretación distinta de la intención del autor. No hay historias planas como una llanura infinita; más bien se parecen a dunas vírgenes en un paraje desolado esperando por un viento nuevo.

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