22 noviembre, 2024

El silencio de los inocentes

Por Pedro Conrado

“De repente zumba una abeja en mi oreja.”  Las olas. Virginia Woolf 

Son las 10 de la mañana de un domingo rutinario. Leo la prensa de hoy en el mismo patio prehistórico de todos los domingos, y colgado de una hamaca con rayas de tigre. Leo El Tiempo y El Espectador hasta cuando el rey sol está en todo el centro del cielo. Y después de vivir una noche infernal e intolerable del ruido fiestero de los vecinos. Celebraban el sábado con esmero y un equipo de sonido a todo volumen e intentando alegrarse la vida más allá de los límites de las velas y el egoísmo. Manías del consumismo y la pandemia alcohólica.  

Confieso que para dormir tuve que colocarme en ambos oídos los aparaticos recomendados por otorrinos para obtener el silencio del sueño. 

Desde dos puntos muy cercanos al patio, dos equipos de sonido en el vecindario vomitaban el ruido musical de sus victimarios. El ruido estalló en mis oídos y un zumbido malqueriente circulaba sin piedad en el estrecho lugar por donde ingresa la bella música. El alboroto Lastimaba el silencio de las horas de la mañana del barrio. Lo perturbaban. De nada ha servido la fama de Santo Tomas como un pueblo inteligente. Lo dudo por la insolidaridad social y la incivilidad de mucha gente. Comprobé más tarde que en otros vecindarios se vivían los efectos de esta patología vecinal.  

Si no reconoces el silencio, entonces el ruido es tu estilo de vida. Al despreciar el silencio, desprecias los latidos de tu corazón. Esta frase se la escuché decir a otro amigo perturbado por un vecino. Y la comparto. ¿Cómo escuchar los latidos de un corazón enfermo? 

Cuando se inició el mundo, el silencio era tan indispensable como el agua. El silencio era el que permitía salvarle la vida al hombre del hambre feroz de las fieras. Esta magia de las horas perduró siglos, hasta que se urbanizó el campo, la selva, las ciudades crecieron desorbitadamente y aquel mundo amado se lo trago el ruido. Y se inició la sordera física y la del alma. El hombre embruteció de individualismo y de insensibilidad social. Y la vida comenzó a ser una carga, porque el espacio público fue invadido por los conquistadores antipoéticos, aquellos seres venidos del primitivo arte de confundir la música con el ruido. Y dejamos de ser felices en la hermosa cartografía de los afectos. 

El hombre que ama defectuosamente el mundo, sufre de la explosiva bomba atómica del egoísmo. Como ama muy poco, le importa poco el otro. El egoísmo así es una cárcel. Y hay seres humanos condenados a cadena perpetua. 

Los niños que una vez salen del cuerpo de mamá, experimentan el choque brutal entre aquel hermoso universo apacible del que vienen, amniótico, y la realidad burda del mundo, excesivamente iluminada y extraordinariamente ruidosa. Este quiebre seguramente se convertirá en un dilema serio y ético para el hombre del futuro sino está civilizado y humanizado. Y será siempre el individuo afectado y perturbado por el ruido. ¿Cómo escuchar los latidos de un corazón enfermo? 

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