El joven Atencio

Atencio, el difunto joven, le reclama a Dios su muerte prematura. El señor que vive en los cielos y que dice creerse Dios, no contesta, no dice nada. Atencio aprovecha para jugar con las nubes, se tira sobre ellas y una espuma blancuzca se le pega en la piel huesuda. Está desnudo. Espera que el Dios de los cielos diga algo, que cante, o que asome el rostro. Ríe mientras el sentido de la espera le invade los sentidos. Mira para todos los lados y ve todo pintado de azul. Piensa en una pintura y no en una fotografía. La pintura es más humana que la fotografía. Se extraña de esos pensamientos y se pregunta por qué no los tenía antes. Ahora mira hacia la tierra y observa el vacío, una profundidad infinita. No ve fin. Sigue esperando, nunca le ha gustado esperar, ni ayer ni hoy, ni en la otra vida ni en esta, porque el tiempo es gratis, no tiene dueño. Él está ubicado en una pequeña oficina global y también azul. El azul se le mete por los ojos, por la boca y la nariz y por los oídos. A veces se ve azul. Saca los ojos por el hueco que se filtra por el globo y se impresiona con la belleza del paisaje azulejo, transparente en medio de una película virgen que la cubre. ¿Dónde estoy? se pregunta, ¿De dónde ha salido tanta belleza? ¿Cómo hice para llegar hasta acá? Se inquieta. En este lugar no hay quien venda canela, agua, o cigarrillo. Atencio era en el otro mundo, un hombre del común. Un ángel se conduele y le brinda algo parecido al agua. El ángel es trasparente, solo se le ve le rostro, es el rostro de una joven mujer. Atencio se impacienta, ha transcurrido “mucho tiempo” desde que llego muerto de la lejana tierra. Y está terriblemente solo. La muerte es una canallada, siempre. Nuevamente pregunta por el Señor que vive en el último piso. Grita. Nadie responde. Está solo. Está molesto. Vuelve a gritar, a reclamar, se muestra rebelde. Murió muy joven. No hay respuesta. Se encoleriza y se lanza otra vez desde las nubes. Alguien lo regresa inconsciente desde el cielo, un hueco del universo donde cabe todo y no cabe nada. Pero es hermoso imaginarlo. Cuando despierta se siente raro y se acuerda del reclamo. ¿Dónde carajo está Dios?, grita. ¿Dios dónde estás?, grita otra vez y gesticula, se revuelca en las nubes, se encharca en la espuma. Cansado mira para todas partes y extrañamente piensa en el bello paisaje que ya desapareció de su vista. El silencio es absoluto, no hay otra cosa que silencio. Solo siente su estela en el oído. Muy tarde y cansado piensa otra vez lanzarse al vacío. En ese instante se le presentó un anciano barbudo, que también estaba desnudo como él, las canas pasaban derecho por sus hombros. Vez, le dice, gritar no lleva a ninguna parte. El joven difunto no lo dejó terminar y se lanzó otra vez al vacío. Esta vez nadie lo trajo de vuelta. El anciano barbón no era un ángel, era otro difunto de color negro, que escapó de las garras del soberano.